Este fin de semana recibí un gran libro de regalo. Se llama «Cuerpo y Piedra» de Richard Sennett. He apenas iniciado su lectura y ya me ha provocado muchas reflexiones sobre la relación íntima que cada día tenemos con la ciudad. En sus palabras Sennett nos dice:
«Carne y piedra» es una historia de la ciudad contada a través de la experiencia corporal de las personas: cómo se movían hombres y mujeres, qué veían y escuchaban, qué olores penetraban en su nariz, donde comían, cómo se vestían, cuándo se bañaban, cómo hacia el amor en ciudades que van desde la Atenas antigua hasta la Nueva York moderna»
En un blog reciente, hablaba de la arquitectura como la generación de esos espacios donde nos sentimos seguros, el lugar del contacto más directo e íntimo con las personas que queremos, donde cultivamos nuestras relaciones colectivas.
Comenzar a leer este libro llegó en un momento cósmico. Sennett menciona -como yo en aquella entrada del blog- que las relaciones espaciales de los cuerpos humanos determinan la reacción entre las personas, si están cercanas o distantes, si logran verse o escucharse. Sus ideas nos sugieren que si las ciudades son «distantes, dispersas y desconectadas» es porque las relaciones personales son así.
Privilegiamos que el espacio público sea un espacio de desplazamiento geográfico que nos permite la experiencia de la velocidad entre espacios fragmentados que nosotros mismos creamos, debilitando nuestra capacidad de experimentar sensaciones táctiles.
«El espacio se ha convertido así en un medio para el fin del movimiento puro – ahora clasificamos los espacios urbanos en función de lo fácil que sea atravesarlos o salir de ellos.
… la condición física del cuerpo que viaja refuerza esta sensación de desconexión respecto al espacio»
La velocidad impone aislamiento, desconexión sensorial con el espacio. Nuestro objetivo al mover personas con velocidad es eliminar la mayor cantidad de distracciones, hacer que el espacio transitado no sea estimulante, disasociar al conductor de su entorno para concentrarse en los movimientos individuales que le permiten desplazarse.
Sennett sugiere que esta condición le exige a la sociedad un esfuerzo físico mínimo: movimientos pasivos y desensibilizados del espacio urbano, es decir, poca participación con la ciudad. Y es verdad, los conductores somos más huraños, más agresivos en la defensa de esa condición de disfrute espacial que decidimos no compartir.
No sucede lo mismo cuando andamos la ciudad a pie. Los ciclistas y peatones comenzamos a tejer esas relaciones perdidas con la ciudad porque nuestra velocidad y el esfuerzo físico nos permite recuperar o generar esa relación sensorial con ella y los que nos rodean.
Para pedalear y caminar seguro, tus sentidos se alertan porque tu vida corre riesgo si te pones en una condición de disociación espacial. Por ende, aumenta en nuestro ser la necesidad de recuperar y reclamar el espacio público perdido, y así la participación en la vida pública de la ciudad.
Hace algunos años acompañé a mi amigo Adampol en una caminata fotográfica por Insurgentes, desde Caminero a Indios Verdes, en un proyecto que denominó «Andar la ciudad» donde describía lo siguiente:
«Habitamos cajas y maquinalmente somos transportados por otras cajas; nuestra percepción del terreno permanece vedada, tan sólo una referencia geográfica, nunca el espacio real. Al andar a pie con los sentidos abiertos, rompemos ese transitar mecánico y repetitivo de las masas, nuestros sentidos comienzan a «construir» y apropiarse del espacio en la medida que avanzamos. Mirar requiere toda nuestra atención, y al enfocar esa atención, el ruido de la mente se silencia, comenzamos a mirar de verdad».
Cuando los cuerpos físicos se tocan hay una señal de conexión, de orden social, aún cuando hoy vendamos el significado de orden como la falta de contacto.
Pienso así en esta ciudad caótica y progresista, donde los grupos en defensa de la causas sociales vulnerables deciden manifestarse mostrando sus cuerpos desnudos, evidenciando una necesidad de apropiación por la ciudad a través de la liberación del contacto físico.
¿Qué tanto la mutación histórica de nuestra relación corporal entre personas ha influido en el quehacer de nuestra ciudades y viceversa?
Supongo que tendré que acabar el libro para tener una respuesta, pero estas primeras 30 páginas me han dejado una gran satisfacción al reconocer una dimensión humana que no había considerado al pensar en las políticas públicas urbanas, en la condición sensorial que debemos generar para que el actuar de lo colectivo deje de ser una defensa de lo individual.
Necesitamos aprender a sentir de nuevo, colectivamente.
Gracias a «Pancho» por este regalo. 😉