¿Somos conurbados o metropolitanos? Hace poco en una reunión de trabajo un funcionario público mencionó “… sí, al ciudadano X se le ocurrió que ahora somos metropolitanos”. No quise explicar la interesante evolución del término ciudad a través del tiempo, de la implicación que tiene el uso correcto de los términos, sobre todo que el fenómeno metropolitano no puede ser la ocurrencia de alguien, es el resultado del estilo e vida de todos. Alzar la voz en pro del urbanismo correcto y ser catalogada como odiosa, no era el objeto de la reunión, y por eso lo escribo hoy.

Richard Ingersol, en un hermoso libro dedicado al análisis casi poético de la evolución de las ciudades escribía que el término ciudad no podía ser adecuado para concebir la imagen de las ciudades actuales. Richard se preguntaba, ¿qué son las ciudades hoy? y coincido con él porque no existe más una ciudad con su centro y su periferia. Son ahora las periferias los nuevos centros de actividad urbana, son ahora los cascos antiguos las partes olvidadas que se convierten en las nuevas preferías. Decir “ciudad” hoy tiene un significado diferente para cada uno de nosotros. De los pueblos a las ciudades, de las conurbaciones a las zonas metropolitanas, de las metrópolis a las megalópolis, y lo que le siga, porque este fenómeno de crecimiento urbano está traspasando fronteras, límites municipales, estatales y hasta transnacionales.
Pedro Guerra músico, poeta y canta-autor canario contaba “Cuando salí de mi pueblo y llegue Santa Cruz de Tenerife la capital de mi isla, entendí que mi pueblo no era una ciudad, cuando salí Santa Cruz de Tenerife y me fui a Madrid capital del país, entendí que Santa Cruz no era una ciudad, pero cuando llegue a la Ciudad de México, no pude entender más nada”. ¿Qué es una ciudad? ¿Cuándo se llama metrópoli? ¿Dónde empieza? ¿Cuál es su centro? ¿Cuál su periferia? ¿Cuándo el centro de la ciudad se convierte en la periferia de la misma?, nosotros hacemos a la ciudad, o la ciudad nos hace a nosotros. Puedes tú o yo definir exactamente “de aqui hasta aqui es mi ciudad». A quien le interese puedo proporcionarle infinidad de referencias teóricas acerca de la definición jurídica, epistemológica, urbana, geográfica y hasta antropológica de la evolución de la terminología para definir una ciudad, pero en esta ocasión quiero limitarme a dos posiciones: la físico-jurídica-práctica, y la social-humana.
Primero, ¿a qué llamamos zona metropolitana de Colima? La zona metropolitana de Colima de acuerdo al decreto de 1997 está formada por los centros de población contenidos en un polígono con referencias a puntos geográficos que integran las poblaciones de Colima, Comala, Cuauhtémoc (solamente El Trapiche, no la cabecera municipal), Coquimatlán y Villa de Álvarez. Fuera de las formalidades del decreto, una metrópoli se considera como una “gran” extensión territorial que funge como núcleo central concentrando el dominio político y económico de la periferia. En nuestro caso, Colima es la ciudad central y los demás son la periferia. ¡Momento! ¡que no cunda el pánico! y aquí regreso a la reflexión de Ingersol. El sostiene que así como la nueva ciudad no puede llamarse ciudad, las nuevas periferias tampoco pueden llamarse periferias ya que no dependen enteramente del centro, debido a que estas han creado o ya eran nuevos núcleos de concentración, que han modificado la estructura de la metrópoli, para entonces entenderla como una red de pequeñas/grandes ciudades con fuertes relaciones interfucionales. Es decir, Villa de Alvarez, Coquimatlán, Comala y Cuauhtemoc son TAN CENTRO como Colima para sus respectivos habitantes. Apuesto que cada uno de nosotros defendería la posición central de su ciudad, de la ciudad donde vive, donde trabaja, donde se divierte, donde estudia, donde descansa, conscientes que cada una de estas actividades podemos realizarlas girando por los 5 municipios en un solo día. Funcionamos como una sola entidad y eso nos hace pertenecer al fenómeno metropolitano.
Algunas doberosas frivolidades: La ciudad y sus diferentes escalas deben delimitarse, principalmente por una cuestión imperativa de gestión y de poder. ¿A quién le toca hacer qué, y en dónde? Hasta donde llega la responsabilidad del gobierno municipal en las acciones urbanas de una ciudad? Mis recursos económicos los uso en acciones que llegan hasta este lado del río, por lo tanto el puente, ¿quién lo construye? Si yo no tengo relleno sanitario, la basura, ¿dónde la tiro?, Si yo no tengo agua, ¿de dónde abastezco a mi gente? Si yo no puedo tratar mis aguas residuales y las vierto directamente al río, ¿a quién perjudico? Si mis terrenos son muy caros para construir vivienda, ¿a dónde irá a vivir la gente?, y podríamos seguir al infinito. Las ciudades, nuestras ciudades se han necesitado desde siempre. Negar el fenómeno metropolitano es negar nuestra historia, nuestra forma de “hacer ciudad”.
Hoy en día, decir que somos una metrópoli nos da acceso a nuevas esferas de la discusión urbana, pero eso no quiere decir que no hayamos sido ya, desde la fundación de nuestras ciudades, una zona metropolitana. Una ley no nos hace metropolitanos, tampoco un reconocimiento del Congreso, ni mucho menos una forma de gobierno. Debemos comprender que somos metropolitanos desde el momento en que la palabra se acuño a dinámicas urbanas como la nuestra donde diferentes territorios, con diferentes nombres y dueños, se necesitan unos a otros para sobrevivir por su proximidad.
Ser una zona metropolitana nos permite reconocernos en nuestra unidad, dependencia, independencia, diversidad y nuestras múltiples identidades. Definir la metrópoli con responsabilidad ética quiere decir en primer lugar determinar quienes forman parte de la ciudad, quienes hacen funcionar la ciudad y como la hacen funcionar, a quien le pertenece la ciudad y –como lo escribe David Harvey, quien tiene “derecho a la ciudad”?
Llámese delegaciones, municipios o regiones, el fenómeno metropolitano cambia constantemente su escala debido a las dinámicas que introduce la globalización, con la necesidad de alianzas entre territorios para incrementar su potencial en la competencia económica global. Ser urbanamente competitivos resulta una determinante para la delimitación, ampliación o disminución de una metrópoli, donde la dependencia o influencia dominante funciona como criterio de delimitación no solo para la suma de actividades que desarrollan las personas que viven, sino también para cubrir la necesidad de una eficiencia urbana integral que beneficie al ente en su conjunto a través de un proyecto de ciudad único, que sea capaz de conciliar la multiplicidad de identidades que la conforman.
Para Colima y nuestros gobernantes es tiempo de reconocer que no podemos seguir pensando en la gestión de nuestro territorio de forma aislada. Para esto nos debe servir la denominación de “zona metropolitana”, para darnos cuenta que somos un solo territorio. Pensar juntos es un deber ético, es un deber de justicia distributiva, es ser conscientes que nuestras acciones tendrán un impacto fuera de nuestros límites de jurisdicción.
Las ciudades son organismos vivos, que crecen, se adaptan a los cambios, evolucionan pero también se deterioran en razón de lo que nosotros mismos decidamos hacer con ellos. Pensemos en nuestras ciudades, nuestra zona metropolitana como un cuerpo humano, sus partes existen y funcionan con una lógica de cooperación obligada, no voluntaria, y aunque las piernas son diferentes a los brazos, cada parte no tiene un cerebro separado que decide independientemente su proceder. Dejemos de querer ser miembros de un solo cuerpo en competencia, de lo contrario la competencia la ganarán otros.
Hace 15 años escribí este texto, haciendo las primeras aproximaciones a una reflexión urbana que guió mi rumbo profesional.